RICARDO RAMOS RODRÍGUEZ
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José de Nebra (y II)

9/6/2015

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ImagenReal Alcázar de Madrid
“La que nace para ser escándalo de sí misma, sienta, sufra, llore y gima, y conformada con que donde hay culpa no hay desdicha, sienta, sufra, llore y gima.”

Real Alcázar de Madrid, año 1734

El horizonte se teñía de rojo, y el cielo de gris. El perjuicio causado por las llamas ya no tenía remedio, y solo cabía esperar a que la maltrecha estructura fuese cayendo por su propio peso. El que había llegado a ser símbolo de un Imperio se diluía ahora entre el humo sin que nadie pudiera detener la agresión; y con él, desaparecían también muchos de los tesoros que silenciosamente guardaba en su interior: pinturas, relicarios, figuras talladas…

Sin embargo, de todo aquello, a José de Nebra nada le importaba en aquel momento. En su mente solo había espacio para lamentar la incalculable cantidad de partituras, libros de canto, notas al margen e incluso instrumentos legendarios que ya nunca volverían a sonar.

Fue entonces cuando la idea brotó en el fuero interno del bilbilitano. Además, desde la corona pronto se fue igualmente consciente de la misma necesidad. Era forzoso componer un nuevo repertorio de música sacra que pudiese reemplazar al mucho que se había perdido, y que además, pudiera actualizarlo, adaptándose a los gustos de los nuevos tiempos y a las aptitudes de los nuevos músicos.

Y ante aquel panorama, José de Nebra no tardó en sentir que era él quien debería abanderar aquella inminente oleada creativa. Hasta entonces, sus dotes de compositor habían ido dirigidas hacia los múltiples teatros comerciales de la ciudad de Madrid, plasmadas en óperas y zarzuelas que le habían granjeado ciertos éxitos y no pocas monedas. Pero aquello, sentía el bilbilitano, debía terminar. Tal vez continuara haciéndolo, pero ya no como actividad principal. De una vez por todas, quería que su talento le permitiese trascender.

Así fue como poco a poco se convirtió en uno de los compositores de música litúrgica más influyentes de su tiempo. Al hilo de todo ello, no tampoco fueron escasos los nombramientos en  su incipiente carrera: organizador del Archivo de Música de la Capilla Real encargado por el Rey Fernando VI, supervisor de las obras de reparación del órgano del Convento de los Jerónimos, profesor de órgano en la misma institución y en el Colegio de Cantorcicos de Madrid, Vicemaestro de la Capilla Real…

Ya durante el reinado de Carlos III, fue también elegido como maestro de clave del infante Don Gabriel, a quien habría de acompañar en todos sus desplazamientos a los Reales Sitios, lo que le permitió poder asistir con cierta frecuencia a las veladas musicales de su cámara. También tomó como discípulo a su propio sobrino, Manuel Blasco de Nebra, que acabaría siendo organista de la Catedral de Sevilla.

De su trabajo, han llegado a nuestros días más de setenta y cinco misas, salmos y letanías, más un Stabat Mater, todos conservados en el Archivo Real. El Requiem que compuso con motivo del fallecimiento de la Reina María Bárbara, una de sus obras más destacadas, acompañó a la familia real española hasta Fernando VII. En Santiago de Compostela y en La Seo de Zaragoza también se guardan todavía algunas de las piezas que en su día les fueron enviadas. Y a todo ello hay que sumarle una veintena de zarzuelas como “Donde hay violencia no hay culpa” o “Viento es la dicha de amor”.

El bilbilitano José de Nebra es sin duda una de las figuras musicales de mayor importancia del XVIII español; y, casi todo, comenzó con el fuego que borró el pasado.

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José de Nebra (I)

5/6/2015

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ImagenJosé de Nebra
Real Alcázar de Madrid, año 1734

El horizonte se teñía de rojo, y el cielo de gris. Las llamas arañaban con furia hasta los mismos cimientos de la soberbia edificación, mientras el humo encubría el crimen para que nadie pudiera verlo. El calor era insoportable, el viento soplaba irrefrenable, arrastrando consigo pavesas al rojo que quemaban la piel, y la ceniza se incrustaba en los ojos y hacía llorar a los pocos hombres que aguantaban en pie frente a la fachada.

Uno de aquellos aguerridos caballeros, que se resistían a poner tierra de por medio con lo que ya no tenía posible salvación, lucía el cabello joven y castaño, los pómulos poco firmes y la nariz angulosa, vestía de rojo, y respondía al nombre de José de Nebra.

Aquel hombre, que entonces contemplaba el vaivén de las lenguas de fuego como si fuera presa de un hechizo, tenía su origen en Calatayud; ciudad que lo había visto nacer poco más de treinta y dos años atrás, y en la que había vivido hasta cumplir los nueve, cuando a su padre lo nombraron organista de la catedral del Cuenca y se llevó a toda su familia con él.

Desde muy pequeño José había sido educado, junto al resto de sus hermanos, en una exigente disciplina musical; materia a la que su progenitor, José Antonio Nebra Mezquita, había consagrado su vida. Así, tras su repentino traslado, el niño fue rápidamente a ingresar en el colegio conquense de San José, cuya enseñanza se inclinaba en gran medida hacia las artes, y donde el padre del muchacho impartía lecciones a los infantes del coro.

Sin embargo, el talento de José de Nebra pronto sobresalió por encima de lo esperado, y deslumbró a todos en la calmada ciudad manchega; de modo que no tuvo que pasar demasiado tiempo hasta que sus maestros decidieran, de acuerdo con su padre, que aquel niño debía ser enviado cuanto antes a estudiar a Madrid.

Así las cosas, a sus diecisiete años, el joven bilbilitano ya había recibido el cargo de organista del convento de las Descalzas Reales, institución en la que coincidiría con el ilustre compositor José de Torres, que sorprendido por la gracia de aquel muchacho no tardó en ofrecerse para participar en su prometedora instrucción.

Poco a poco, la impronta musical de José de Nebra en la ciudad se fue expandiendo, y a la altura de 1723 ya ejercía como músico de cámara de los Duques de Osuna, y había presentado en el Corral del Príncipe la melodía para el auto sacramental de Calderón “La vida es sueño”. Solo un año más tarde, sería también proclamado segundo organista de la Capilla Real.

Era cierto que aquel sacro recinto, ubicado en el centro del Real Alcázar, justo entre los patios del Rey y de la Reina, había conocido tiempos de mayor gloria, allá cuando Felipe II lo honrara cada mañana con sus oraciones, antes de trasladarse al monasterio de San Lorenzo del Escorial. Aun así, la Capilla Real nunca había llegado a perder aquel aire místico y poderoso que sin duda había cobrado en los gloriosos años del mejor Imperio.

Y sin embargo, ahora, se consumía poco a poco entre las lenguas de fuego sin que nadie pudiera hacer nada por evitarlo. Todos aquellos hombres que aguantaba en pie frente a la enorme pira tenían un motivo para estar allí. Algunos eran clérigos, y se llevaban las manos a la cabeza pensando en el mal augurio divino que aquella imagen por fuerza presagiaba. Estos apenas podían apartar los ojos. Otros, en cambio, se hacían cruces imaginando el perjuicio económico de la catástrofe, o a quién se haría pagar como responsable. A estos se les reconocía fácilmente, pues a cada rato inhalaban el olor de la madera quemada.

Solo uno de todos ellos era consciente de que ni la visión, ni el olor de aquel incendio eran lo más importante. José de Nebra, con lágrimas en los ojos, apretaba el oído contra el viento abrasador, tratando de distinguir entre el estrépito una última nota perdida. Solo él se acordaba entonces de que en la Capilla Real se guardaban las partituras de la mayor colección de música sacra que jamás el mundo hubiera conocido.

[Continuará] 


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