“Llegó al estreno de Juan José sangrando: alguien le había atizado un par de bastonazos en la cabeza. Era vanidoso, informal, ilógico, esquivo y cordial. Era la juventud.” – Eduardo Zamacois, sobre Joaquín Dicenta
Taberna “La Estufa”, Madrid, año 1884
Al fin, el joven tiró el vaso al suelo de un manotazo, recogió sus apuntes, y se levantó de su silla. El vidrio del recipiente estalló en mil pedazos al chocar, pero el bullicio y la embriaguez de clientes y taberneros impidieron que nadie pudiera acaso reparar en la incidencia. Las hojas del papel emborronado y manchado de vino que ahora estrechaba contra su pecho guardaban con celo su trabajo de los últimos días: poco más que unos cuantos versos desacompasados que ya había planeado titular “Prometeo”; pero que ocultaban en su seno una revelación, que aunque desde luego era por muchos sospechada, en el momento de su publicación habría de desencadenar un pequeño terremoto en la vida del bilbilitano. Según rezaban aquellas atrevidas y todavía jóvenes estrofas, Joaquín Dicenta se declaraba a sí mismo como ateo. Y si a esto le sumamos un matrimonio frustrado, unas tormentosas relaciones con una bailaora gitana llamada Amparo de Triana, y su consabida afición por la bebida y los tugurios, podemos hacernos una idea del modo en el que la sociedad casi al completó acabó por marginar al poeta. Así, siguieron en la vida del autor años de sombras y rincones, de escasas monedas, de frecuentar “La Estufa” y otros antros sin nombre, de peleas y de trifulcas: hay quien dice que una noche le cortó las melenas al mismo Valle-Inclán, teniendo este que afeitarse el cráneo para disimular el estropicio; hay quien dice que pasó algún tiempo secuestrado por no pagar sus deudas; y también hay quien dice que llegó a rondar su mente la idea del suicidio. De aquellos años oscuros solo sobresalieron el estreno de su primer drama bajo la protección de Manuel Tamayo, y la fundación de la Sociedad de Autores junto a Ruperto Chapí. Sin embargo, cuando parecía que ya nada sacaría al bilbilitano de sus penurias, y que estaría abocado a morir en el olvido, una luz se encendió en su mundo tras el fulgurante estreno de “Juan José”, una obra teatral de denuncia social que rápidamente habría de convertirse en el mayor de sus éxitos, en la escena más representada en España antes de la Guerra Civil, y también en su tabla de salvación. A resultas de aquello, no tardó en ser homenajeado por todas las personalidades que apenas hacía unos meses le denostaban. Poco después fue nombrado director de la revista “Germinal”, un boletín literario de contenido político que aglutinaba entre sus autores a un extenso elenco de republicanos y anticlericales de los que se hacían llamar “Gente nueva”: Nicolás Salmerón, Ernesto Bark, Jurado de la Parra… y no mucho más tarde, Ramiro de Maeztu, Jacinto Benavente, Pío Baroja, e incluso el propio Valle-Inclán. El que nunca perdonó al bilbilitano por su truculenta trayectoria vital fue Julio Camba, su gran adversario y autor de numerosos textos en su contra, y también Unamuno y Azorín hicieron varias veces referencia a su afición por los bajos fondos. Nada de aquello le impidió convertirse más pronto que tarde en el flamante director del diario republicano más importante de su época, “El País”. Allí, en la cima de su éxito, fue donde a Joaquín Dicenta le asaltó la enfermedad, y tan aprisa como suele suceder en estos casos, la muerte se alzó como su ineludible destino. Entonces decidió que marcharía a pasar sus últimos días a Alicante, allí donde había transcurrido su infancia. Pero antes de abandonar para siempre Madrid, antes de encaminar sus pasos al mar, no pudo dejar de visitar una última vez “La Estufa”, y pararse a contemplar aquel solitario rincón del fondo, donde unos agujeros en la pared daban constancia de uno de los últimos tiroteos.
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Bilbilitanos en la HistoriaSerie de artículos novelados sobre la vida de diversos personajes nacidos o ligados a Calatayud y su participación en el curso de la Historia. Fechas
Septiembre 2015
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