“Falleció en 1656, con la demencia en lo mejor de su edad, con gran sentimiento de todos los que le conocieron y trataron en su sano juicio, cuando apenas tenía cuarenta años de edad.” – Antonio Palomino, poco acertado en la fechas Hospital de Nuestra Señora de Gracia, Zaragoza, año 1653 - Shh – le respondió el bilbilitano al celador, moviendo la mano libre de arriba a abajo – No me desconcentréis ahora, o los ojos de esta dama jamás llegarán a mirar al gusto del Señor. Aquel espontaneo comentario, por supuesto, hubo de provocar al instante la airada risa de todos los presentes, pero el bueno de Jusepe Leonardo andaba entonces muy lejos de poder apreciar las mofas de sus desgraciados compañeros. Incluso el celador, dando ya el caso por imposible, cejó en su acostumbrada brusquedad, y soltando una risotada aguardentosa batió el aire con el brazo y decidió hacer la vista gorda por aquella vez. De otro modo, por la mente de Chabacier rondaban en aquel momento los recuerdos de un retablo que largos inviernos atrás había pintado para la parroquial de Cebreros, cerca de Ávila. En aquella obra, pensaba, había estado particularmente inspirado, no como con aquella dichosa silueta femenina que tenía ahora entre manos. Pero claro, por aquellos tiempos él aún era joven, apenas veinticuatro años le había robado tiernamente al calendario, y carecía de los achaques que pasadas ya las cinco décadas le mermaban el talento: la vista perdida en parte, el pulso en gran medida, y lo que es peor, la ilusión, prácticamente toda. Aunque en realidad, había sido a los treinta y tres cuando su carrera artística había comenzado a despegar. Entonces fue cuando le encargaron dos cuadros de batallas, “La Rendición de Juliers” y “La Toma de Brisach”, para decorar el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, donde se llevaba a cabo un programa de exaltación de la monarquía hispana dirigida nada menos que por el mismo Diego Velázquez. Después de aquellas escenas, que debieron ser todo un éxito, los trabajos del bilbilitano pasaron rápidamente a estar muy solicitados: fue inscrito como pintor al servicio del arzobispado de Toledo, y a la vez reclamado de nuevo por la corte para decorar al temple y al óleo la ermita de San Jerónimo, también en el Buen Retiro, siguiendo las indicaciones de Francisco de Rioja. Llegado el momento, apenas existió palacio real en el que no se reservara un hueco para un lienzo de Jusepe Leonardo: tres vistas de los Reales Sitios para la Torre de la Parada, ocho retratos de reyes para el Salón Nuevo, una bóveda para el Real Alcázar de Madrid… Y por contra, cuando en 1638 quedó vacante la codiciada plaza de Eugenio Cajés como Pintor del Rey, y el bilbilitano la solicitó para sí, esta le fue denegada. Así las cosas, cuando Chabacier contaba cuarenta y siete años a sus cargadas espaldas, llegó a sus manos un nuevo encargo que a primera vista nada guardaba de especial: en este caso, debería pintar el retrato de una mujer paliducha en actitud implorante para el relicario de la Capilla Real; nada que no hubiera hecho ya al menos media docena de veces. Sin embargo, al poco de haber comenzado a dar los primeros trazos, el artista empezó a sentir que aquella obra le superaba, que no era capaz de concebirla tal y como él quería, y nada de lo que plasmaba sobre aquel maldito lienzo quedaba a su gusto. Así, a la par que naufragaba en su postrero cometido, su vida entera pareció sumirse incomprensiblemente entre las sombras del fracaso. Su habitual carácter bonachón se tornó huraño, sus actos se volvieron irracionales y sus pensamientos turbios y difusos. Y de repente lo llevaron allí, sin siquiera preguntarle. Fue de un día para el siguiente, cuando despertó ya se encontraba en aquella extraña habitación. Aunque tal vez debiera estarles agradecido. Allí podría encontrar la calma que necesitaba para acabar al fin aquel endemoniado retrato.
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“La locura, a veces, no es otra cosa que la razón presentada bajo diferente forma.” – Goethe
Hospital de Nuestra Señora de Gracia, Zaragoza, año 1653
El ambiente era oscuro, el olor, rancio y penetrante, los espacios eran estrechos y las ventanas casi inexistentes; tan solo un par de ofuscadas aberturas en la piedra, cubiertas por celosías, conectaban aquel inframundo con el exterior. Los de dentro no debían escapar, y los de fuera no querían conocer lo que en las entrañas de aquel vetusto edificio se ocultaba. En la angosta cámara, un nutrido grupo de espectros sin rostro se afanaba en arrancar la acostumbrada mugre de las paredes desnudas. Contaban para ello con poco más que un cepillo y un cubo de agua a compartir entre todos; y desde la puerta, el celador les escupía, les insultaba, y les recordaba que el que no trabajara bien, aquel día tampoco comería. No bromeaba, y los internos sabían que si la limpieza no quedaba a su gusto, muchos morirían de hambre en pocas jornadas. Por eso, los más no dejaban ni un segundo de arañar toscamente las juntas podridas de la construcción. Sin embargo, uno de los enfermos parecía comportarse de un modo completamente distinto al resto. Este sujetaba el cepillo con gracia entre los dedos índice y pulgar, estudiaba detenidamente el sector de muro que tenía asignado, se mesaba la barbilla, giraba con cuidado la muñeca, y al fin, acariciaba la polvorienta superficie como si estuviera dando un esmerado trazo sobre un lienzo. Aquel hombre se llamaba Jusepe Leonardo, Chabacier de apellido, y había nacido en Calatayud cincuenta y dos años atrás, el mismo año en que lo había hecho Baltasar Gracián. Allí pasó su infancia respondiendo al nombre de José, como siempre firmaría sus futuras obras, hasta que tras la prematura muerte de su madre fue enviado a Madrid como pupilo del pintor Pedro de las Cuevas, que lo acogió en su casa. De la mano de este maestro de la escuela madrileña aprendió el bilbilitano casi todo lo que luego plasmaría en sus propios cuadros, y con él convivió largos años hasta que su matrimonio con María de Cuéllar, celebrado en la Iglesia de San Sebastián, le forzó a estrenar residencia propia. Su reciente esposa, seis años mayor que él, era también viuda de pintor, concretamente de Francisco del Moral, y fue gracias a sus contactos como Jusepe Leonardo pudo recibir instrucción del maestro manierista Eugenio Cajés, cuya influencia sería también notable en sus trabajos por venir. Ahora, desde su reclusión en el hospital de Nuestra Señora de Gracia, al que casi todos conocían como “Casa de Locos”, aquellos recuerdos al bilbilitano se le hacían confusos y lejanos, y cada vez más se difuminaban en su mente como la pintura sobre demasiada agua. El retablo que justo en aquel momento creía pintar no le estaba quedando como él quería, y la tristeza que aquella macabra frustración le provocaba no le dejaba sentir ni el rugido de su estómago vacío. Llevaba ya mucho tiempo trabajando en aquella postrera obra, y sabía que no podía decepcionar. - ¡Majadero! – gritó el celador echando espuma por la boca - ¡Trabaja de una vez, o vive Dios que te queda poco para la tumba! [Continuará]
“Llegó al estreno de Juan José sangrando: alguien le había atizado un par de bastonazos en la cabeza. Era vanidoso, informal, ilógico, esquivo y cordial. Era la juventud.” – Eduardo Zamacois, sobre Joaquín Dicenta
Taberna “La Estufa”, Madrid, año 1884
Al fin, el joven tiró el vaso al suelo de un manotazo, recogió sus apuntes, y se levantó de su silla. El vidrio del recipiente estalló en mil pedazos al chocar, pero el bullicio y la embriaguez de clientes y taberneros impidieron que nadie pudiera acaso reparar en la incidencia. Las hojas del papel emborronado y manchado de vino que ahora estrechaba contra su pecho guardaban con celo su trabajo de los últimos días: poco más que unos cuantos versos desacompasados que ya había planeado titular “Prometeo”; pero que ocultaban en su seno una revelación, que aunque desde luego era por muchos sospechada, en el momento de su publicación habría de desencadenar un pequeño terremoto en la vida del bilbilitano. Según rezaban aquellas atrevidas y todavía jóvenes estrofas, Joaquín Dicenta se declaraba a sí mismo como ateo. Y si a esto le sumamos un matrimonio frustrado, unas tormentosas relaciones con una bailaora gitana llamada Amparo de Triana, y su consabida afición por la bebida y los tugurios, podemos hacernos una idea del modo en el que la sociedad casi al completó acabó por marginar al poeta. Así, siguieron en la vida del autor años de sombras y rincones, de escasas monedas, de frecuentar “La Estufa” y otros antros sin nombre, de peleas y de trifulcas: hay quien dice que una noche le cortó las melenas al mismo Valle-Inclán, teniendo este que afeitarse el cráneo para disimular el estropicio; hay quien dice que pasó algún tiempo secuestrado por no pagar sus deudas; y también hay quien dice que llegó a rondar su mente la idea del suicidio. De aquellos años oscuros solo sobresalieron el estreno de su primer drama bajo la protección de Manuel Tamayo, y la fundación de la Sociedad de Autores junto a Ruperto Chapí. Sin embargo, cuando parecía que ya nada sacaría al bilbilitano de sus penurias, y que estaría abocado a morir en el olvido, una luz se encendió en su mundo tras el fulgurante estreno de “Juan José”, una obra teatral de denuncia social que rápidamente habría de convertirse en el mayor de sus éxitos, en la escena más representada en España antes de la Guerra Civil, y también en su tabla de salvación. A resultas de aquello, no tardó en ser homenajeado por todas las personalidades que apenas hacía unos meses le denostaban. Poco después fue nombrado director de la revista “Germinal”, un boletín literario de contenido político que aglutinaba entre sus autores a un extenso elenco de republicanos y anticlericales de los que se hacían llamar “Gente nueva”: Nicolás Salmerón, Ernesto Bark, Jurado de la Parra… y no mucho más tarde, Ramiro de Maeztu, Jacinto Benavente, Pío Baroja, e incluso el propio Valle-Inclán. El que nunca perdonó al bilbilitano por su truculenta trayectoria vital fue Julio Camba, su gran adversario y autor de numerosos textos en su contra, y también Unamuno y Azorín hicieron varias veces referencia a su afición por los bajos fondos. Nada de aquello le impidió convertirse más pronto que tarde en el flamante director del diario republicano más importante de su época, “El País”. Allí, en la cima de su éxito, fue donde a Joaquín Dicenta le asaltó la enfermedad, y tan aprisa como suele suceder en estos casos, la muerte se alzó como su ineludible destino. Entonces decidió que marcharía a pasar sus últimos días a Alicante, allí donde había transcurrido su infancia. Pero antes de abandonar para siempre Madrid, antes de encaminar sus pasos al mar, no pudo dejar de visitar una última vez “La Estufa”, y pararse a contemplar aquel solitario rincón del fondo, donde unos agujeros en la pared daban constancia de uno de los últimos tiroteos.
“Tan prisionero se es con una cadena amarrada al pie como con una corona sobre la cabeza.” – Joaquín Dicenta
Taberna “La Estufa”, Madrid, año 1884
Sentado en una mesa de madera rancia, sita al fondo del establecimiento, un joven contemplaba con los ojos vidriosos los agujeros de bala que mellaban la sucia pared junto a un rincón. Aquel hombre de bigotes arrogantes y tupé picudo se llamaba Joaquín Dicenta, y desde hacía unos meses se había convertido, tal vez compartiendo el honor con su buen amigo Manuel Paso, en el cliente más leal de aquel pútrido tabernáculo. En “La Estufa” se daban cita cada noche y cada día toda suerte de alcohólicos desahuciados, de fracasados reincidentes y de marginados sin otro infierno en el que caerse muertos. Sin embargo, por otro lado, servía también de “sancta sanctorum” para un nutrido grupo de intelectuales con barba y chaqueta ceñida, de aquellos que comulgaban mucho más con el socialismo utópico o con el Krausismo que con el pan bendito, y de los que nunca nombraban en vano el nombre de Francisco Giner de los Ríos. Unos y otros se mezclaban en la penumbra arrullados por el vino, y lo cierto es que gran parte se identificaba con una y otra calaña al mismo tiempo. Aquel era el caso de Joaquín Dicenta, quien había acabado en tales círculos tras su expulsión de la Academia de Artillería de Segovia por bohemio, borracho y mujeriego; pero también por sus ideales demócratas y republicanos, por sus colaboraciones en el periódico “El Liberal”, por sus poemas en la revista “Edén”, y por sus infructuosos intentos de estudiar Derecho. Y aquella noche de invierno, que en los arrabales parecía siempre más frío y menos compasivo que en las grandes casas, el joven, medio ebrio y poco dormido, con las ropas manchadas de lo que esperaba que no fuese más que barro, parecía incapaz de apartar la mirada de unos boquetes que, discretos, daban fe de algún tiroteo en el recodo más íntimo del local. ¿Acaso estaba llorando? Joaquín Dicenta había nacido en Calatayud por pura casualidad, pues quiso el destino que su madre se pusiese de parto a mitad de camino entre Alicante y Vitoria. No demasiado después, a su padre lo llamarían a filas para ver si al final Carlos sí o Carlos no, y con la duda todavía en el aire, un disparo le alcanzó en la cabeza y le robó el juicio en un suspiro. Desde entonces lo llamaron “majareta”, pero su esposa, desoyendo a todos, se negó a internarlo en un sanatorio. Al contrario, se lo llevó de la mano a casa, a Alicante, y allí siguió viviendo la familia haciendo como si nada grave hubiese pasado. Así son a veces las cosas. Sin embargo, aquel hijo que, hacía no tantas cosechas, había llegado al mundo a la vera del Jalón, crecía tratando de admirar a un hombre que de repente no sabía ni empuñar el tenedor, ni por qué se mojaba cuando llovía, y que a veces más que hablar, parecía que balara como las ovejas. Con el tiempo, aquel hombre fue olvidando hasta los rostros más cercanos, hasta las voces más sentidas, y al final, murió sin recordar siquiera su propio nombre. Al final fue Carlos no, pero lo cierto es que eso muy poco le importaba al joven que, con los ojos rebosando casi tanto como el vaso, no podía apartar la mirada de unos agujeros de bala que mellaban la sucia pared junto a un rincón. [Continuará] |
Bilbilitanos en la HistoriaSerie de artículos novelados sobre la vida de diversos personajes nacidos o ligados a Calatayud y su participación en el curso de la Historia. Fechas
Septiembre 2015
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