“Poder disfrutar de los recuerdos de la vida, es vivir dos veces.” – Marco Valerio Marcial. Roma, año 80 d.C. Frente a la atenta mirada del poeta bilbilitano, que por aquel entonces empezaba a desgranar la quinta década de su vida, el Anfiteatro Flavio (lo que hoy conocemos como Coliseo romano) alzaba su figura imponente. Había costado casi diez años construirlo, y con sus ochenta filas de gradas y su aforo para cincuenta mil espectadores, era el más grande que jamás la Tierra hubiese conocido. En apenas unas horas la inauguración daría comienzo, y después ya no se detendría hasta pasados cien días; tal era la importancia del evento. Las más grandes personalidades estarían presentes aquella jornada, para la cual habían sido congregadas decenas de gladiadores y fieras traídas desde el confín del mundo para deleite y festejo del pueblo romano. Entre sus tenaces manos, Marco Valerio Marcial sostenía entonces los escritos que le habían hecho merecedor de una invitación. “Liber spectaculorum”, se titulaba, y consistía en una celebración por la construcción de aquel recinto, y al mismo tiempo, en su primer libro completo de epigramas. A aquel habrían de seguirle después muchos más, hasta un total de quince, en los que el bilbilitano ofreció una completa visión de la sociedad de su tiempo, haciendo hincapié en su lado más miserable: los aprovechados, los sinvergüenzas, los pobres y los hipócritas, siempre entre la queja y la burla, esbozando con sus palabras la comedia que para él componía la metrópoli romana. Y así, a golpe de puño y letra, aquel hombre de nariz recta, ojos pequeños, largo cuello y pelo ondulado consiguió hacerse un nombre propio en la ciudad como poeta. Poco a poco, a base de trabajo y de bien medidos elogios, Marco Valerio Marcial alcanzaría incluso el favor de los emperadores Tito y Domiciano, logrando al fin por su intercesión una buena posición como miembro de la orden ecuestre, y disfrutando de honores y privilegios como la exención del impuesto con el que entonces se grababa a quienes no tenían hijos. Sin embargo, aquella buena dicha no le duraría para siempre, pues con la llegada al poder de Nerva y Trajano todas aquellas prebendas se difuminaron, y el poeta, de repente, se vio de nuevo como se había encontrado en los inicios. Mas con una diferencia; pues ya, llovido de canas, no tenía ni la edad ni el ánimo para volver a arrastrarse por las calles de Roma en busca de sustento. No. En aquel momento, Marcial vio claro que había llegado el momento de marcharse; de regresar a su Bílbilis natal, o al menos cerca. Habían pasado treinta y cinco años desde su marcha. Allí, una admiradora se había ofrecido a regalarle una propiedad campestre para que pasara la vejez. Él aceptó, y de este modo se despidió de sus allegados en la ciudad, emprendió viaje, y se asentó junto a la naturaleza que antaño lo viera crecer, tal y como llevaba ya años soñando. De esta guisa pasó sus seis últimos años, retirado de la vida pública, esbozando sus últimos versos, y tratando de arrimarse en lo posible a lo que tiempo atrás, él mismo había definido como felicidad: “Las cosas que hacen feliz, amigo Marcial, la vida, son: el caudal heredado, no adquirido con fatiga; tierra al cultivo no ingrata; hogar con lumbre continua; ningún pleito, poca corte; la mente siempre tranquila; sobradas fuerzas, salud; prudencia, pero sencilla; igualdad en los amigos; mesa sin arte, exquisita; noche libre de tristezas; sin exceso en la bebida; mujer casta, alegre, y sueño que acorte la noche fría; contentarse con su suerte, sin aspirar a la dicha; finalmente, no temer ni anhelar el postrer día.”
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“Nos engañamos al considerar que la muerte está lejos de nosotros, cuando su mayor parte ha pasado ya, porque todo el tiempo transcurrido pertenece a la muerte.” – Lucio Anneo Séneca. Roma, año 65 d.C. Séneca había muerto. ¿Y ahora qué? Sin él, Roma pintaba demasiado grande, demasiado fría, y demasiado peligrosa. A fin de cuentas, él era quien le había acogido allí, y quien se había hecho cargo de él desde que había llegado. Pero ahora estaba muerto, y eso lo cambiaba todo. Que improbable parecía aquella circunstancia cuando había partido de Bílbilis, no hacía aun ni dos años; cuando había dejado atrás la Hispania Tarraconense, rumbo a la capital del Imperio, para terminar allí sus estudios jurídicos al amparo del maestro. Es cierto que, a su llegada, había podido comprobar como Séneca ya no era aquel hombre todopoderoso que antes había sido; como en gran medida había perdido el favor de su antiguo pupilo, Nerón, quien impulsado por las interesadas voces de los aduladores Tigelino, Vitelio y Petronio, había decidido desembarazarse de él no mucho después de haber asesinado a su propia madre, Agripina. Mas aún así, con todo ello, lejos había estado entonces de poder imaginar tal final para él. Condenado a muerte, injustamente acusado de haber participado en la conjura de Pisón. Esa había sido su sentencia. Pero antes de llegar a caer en las manos del tirano, Séneca decidió suicidarse cortándose las venas, tomando cicuta, y asfixiando su asma con vapor, que fue lo que finalmente le quitó la vida. Y así, de tan dramático modo, era como el joven Marco Valerio Marcial había perdido a su maestro. Ahora tendría que ingeniárselas por sí mismo para salir adelante en una ciudad que de repente se le hacía hostil y solitaria. Entonces, al bilbilitano no le quedó más remedio que ir tocando de puerta en puerta, de ruego en sermón buscando algún patrono al que servir con sus conocimientos; encontrándolo a veces, pero perdiéndolo siempre al poco; ganando lo justo para sobrevivir como un nómada en la vieja urbe. Y así habrían de pasar largos años. Mas si bien es cierto que las monedas no le quisieron acompañar durante aquel tiempo, por fortuna, sí que lo hicieron en abundancia los amigos, llegando a intimar con algunos de los escritores más importantes del momento (los cuales, sin duda, acabarían por influir decisivamente en su obra). Ellos serían el también científico y abogado Plinio el Joven, el poeta gaditano Canio Rufo, el político Silio Itálico, el retórico hispanorromano Marco Fabio Quintiliano, o el ilustre satírico Décimo Junio Juvenal. Así pues, inmerso en tan proclive ambiente, Marco Valerio Marcial comenzó a dar rienda suelta a la que siempre había sido su gran pasión: la poesía. Y todos y cada uno de los versos que entonces fue ideando se acogieron al mismo género, el epigrama (composición poética breve que presenta un único pensamiento de forma certera e ingeniosa), del que logró hacerse el gran maestro de su época (llegó a componer hasta mil quinientos). El espíritu de sus escritos era satírico, y sus palabras reflejaban siempre una gran vitalidad. Y poco a poco, tras largos inviernos de penurias y platos vacíos, pareció que el viento comenzaba a cambiar, y que el bilbilitano lograría al fin sacar la cabeza del voraz hervidero romano. [Continuará] “El concepto es un acto del entendimiento que expresa la correspondencia que se halla entre los objetos.” – Baltasar Gracián Colegio de Tarazona, año 1658 Aquella mano huesuda no dejaba de temblar. Los mismos dedos que, no hacía tanto tiempo, habían empuñado la pluma hasta componer algunas de las piezas más relevantes de su tiempo, se estremecían ahora bajo los tormentos de la enfermedad. Las desdichas, las penurias y los sinsabores le habían conducido a ella, y ya poco esperaba el hombre de lo que le quedara de vida. Lejanos parecían ahora los tiempos felices en Huesca, en Tarragona o en Zaragoza… pero recapitulemos. Una vez superada la agridulce experiencia capitalina, el destino quiso que Baltasar Gracián fuese destinado para auxiliar espiritualmente a los soldados de la Sublevación de Cataluña. Aquello sucedería en Tarragona, de cuyo Colegio fue el bilbilitano vicerrector durante dos buenos años, que sin embargo, concluyeron de forma brusca al enfermar gravemente. Rápidamente fue enviado a Valencia para recuperarse. Allí pasó largos meses en el hospital, un lugar desapacible pero en cuya biblioteca encontró su mejor refugio; e inspirado por los textos que esta le ofreció, comenzó a escribir su siguiente obra: “El Discreto”. Sin embargo, no sería hasta su vuelta a Huesca cuando el trabajo viese la luz. En esta ciudad, sin duda una de sus predilectas, puedo encontrar el espíritu necesario para seguir adelante con su carrera literaria. Fueron años fecundos y provechosos, que dieron como fruto piezas del calibre de “Oráculo manual y arte de prudencia” o “Agudeza y arte de ingenio”. Después, su cíclico camino habría de llevarle de nuevo desde la localidad oscense a Zaragoza. Allí había sido destinado como Maestro de Escritura; pero si algo debe destacarse de esta segunda aparición a orillas del Ebro, es la publicación de su obra maestra: “El Criticón”, una alegoría de la vida humana al mejor nivel de la literatura española. No obstante, como tantas veces ha sucedido, su éxito supuso también el primer paso para su desgracia, merced a la envidia de sus muchos detractores. “El Criticón”, como tantos otros de sus libros, había sido publicado sin el explícito permiso preceptivo de la Compañía de Jesús; pero esta vez, dada su enorme repercusión, no tardaron en aparecer quienes denunciaron al bilbilitano ante las instancias rectoras de los jesuitas por su mal proceder. La sangre no llegó al río, y más es más, en vez de amedrentarse, Baltasar Gracián publicó poco después una segunda parte de nuevo sin el consiguiente permiso. En esta ocasión, fueron aquellos jesuitas valencianos con los que tiempo atrás el bilbilitano se había enemistado quienes se sintieron ofendidos por uno de sus pasajes, y quienes también denunciaron al autor por la improcedencia del contenido del libro. Cerca estuvo Baltasar Gracián de ser castigado, pero entonces se dio prisa en publicar un nuevo texto titulado “El Comulgatorio”, acerca de la preparación de la Eucaristía, que contó con el completo beneplácito de la Compañía y que, por el momento, consiguió templar los ánimos en su entorno. Hasta que llegó la tercera parte. El postrero capítulo de “El Criticón” fue el que acabó por empujar definitivamente a su autor al pozo de las catástrofes. Corría el año 1567, y el catalán Jacinto Piquer era el nuevo provincial de Aragón. Desde su puesto, no tardó en recriminar públicamente a Baltasar Gracián por la publicación de la obra, y como penitencia, le impuso un ayuno a pan y agua, que complementó con una completa privación de tinta, pluma o papel y con la retirada de su Cátedra de Escritura en el Colegio Jesuita de Zaragoza. Entonces el bilbilitano fue trasladado al pueblo de Graus. Allí trató de ingresar en otra orden religiosa, pero su petición le fue denegada. Algo más tarde fue enviado a Tarazona, encargado de trabajos de poca monta en el Colegio, y con una leve atenuación en su pena. Pero para Baltasar Gracián ya era tarde: las desdichas, las penurias y los sinsabores le habían hecho caer enfermo; su pensamiento, siempre pesimista, había renegado de la vida; y además, aquella dichosa mano no le dejaba de temblar. “¡Qué singular te deseo! Emprendo formar con un libro enano un varón gigante y, con breves períodos, inmortales hechos. Sacar un varón máximo; esto es milagro en perfección.” – Baltasar Gracián Casa-museo de Lastanosa, Huesca, año 1636 Vincencio Juan de Lastanosa era sin duda un hombre excepcional. Noble y pudiente, y afincado en el Coso Alto de su Huesca natal, fue erudito y coleccionista, organizador de tertulias científicas, señor de Figueruelas, gentilhombre de la casa del Rey Carlos II, regidor del hospital, lugarteniente de justicia y capitán de las tropas de Huesca, entre otras muchas ocupaciones. Por otro lado, tras sus malas experiencias en la costa Mediterránea, Baltasar Gracián había llegado a Huesca, destinado como confesor y predicador. Sin embargo, al margen de sus tareas asignadas, para aquel entonces había despertado ya en el fuero interno del nacido en Belmonte del río Perejiles, a pocos kilómetros de Calatayud, el espíritu literario. En los últimos meses, había dedicado mucho de su tiempo libre a la redacción de un manuscrito al que pensaba titular “El Héroe”, mas todavía no había encontrado a un mecenas que le permitiese publicarlo con ciertas garantías. Entonces fue cuando los caminos de Vincencio Juan de Lastanosa y Baltasar Gracián se unieron por primera vez. Una vez en la localidad oscense, el jesuita no había tardado en acudir a la casa-museo de Lastanosa, atraído por su fama de enclave cultural.Allí había conocido a personalidades como el poeta Manuel de Salinas o el historiador Juan Francisco Andrés de Uztarroz, había disfrutado de la extraordinaria biblioteca, y había participado en muchas de las tertulias que se organizaban. Llegado el día, el bilbilitano le presentó su obra al dueño de la casa. Vincencio Juan de Lastanosa la leyó durante un tiempo, y finalmente, fascinado por el talento de Baltasar, decidió hacerse su mecenas y ayudarle a publicar aquel texto. La relación entre estos dos hombres fue buena y provechosa durante años, y solo se vio interrumpida cuando al jesuita lo trasladaron a Zaragoza, y muy poco después, a Madrid. Baltasar Gracián había entrado al servicio de Francisco María Carrafa, el virrey de Aragón y duque de Nochera, como su confesor personal; y este, tras una breve estancia en la ciudad del Ebro, tuvo que trasladarse a la corte, llevándose allí al bilbilitano con él. Esta circunstancia fue recibida con notable alegría por el jesuita, quien tras su exitosa primera publicación, ya se imaginaba triunfando y haciéndose un merecido hueco entre el panorama literario de la capital, donde al poco tiempo de llegar comenzó a ejercer también como predicador. No obstante, sus aspiraciones se vieron rápidamente truncadas. Al parecer, sus ínfulas no cayeron bien en el ambiente capitalino, fue excluido de muchos círculos y desplantado por diversas personalidades, y no halló quien le ayudara a prosperar entre las letras madrileñas. El desengaño debió de ser grande, pero Baltasar Gracián era un hombre perseverante y determinado. Siguió trabajando, y tan solo un año después de llegar, publicó en Madrid su segunda obra, “El Político”. Después de aquello, y mientras seguía ejerciendo como religioso, decidió dar a su actividad literaria un pequeño giro, y se puso a componer el que, dos años más tarde, habría de publicarse como su primer tratado teórico sobre estética literaria barroca: “Arte de ingenio, tratado de la agudeza”. No mucho después, su agridulce estancia en la corte terminó. Había sido destinado a Tarragona. [Continuará] |
Bilbilitanos en la HistoriaSerie de artículos novelados sobre la vida de diversos personajes nacidos o ligados a Calatayud y su participación en el curso de la Historia. Fechas
Septiembre 2015
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