RICARDO RAMOS RODRÍGUEZ
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Vicente de la Fuente (y II)

12/7/2015

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ImagenVicente de la Fuente
“Entre los varios libros que hay en aquellos seis cajones, llamó mi atención más especialmente una copia del expediente de divorcio seguido en Zaragoza, año 1521, entre Doña Catalina de Aragón y Enrique VIII de Inglaterra, siendo jueces delegados de la Santa Sede el Prior del Santo sepulcro de Calatayud y el Abad de Veruela.” – Vicente de la Fuente

Madrid, año 1881

Ahora la estilosa pluma gris descansaba. Unas últimas gotas de tinta fresca se estremecían en el filo, amenazando con caer sobre la portada, arruinando todo el trabajo; mas no alcanzaron entonces a reunir el valor suficiente como para abordar tal empresa antes de que el hombre de la respiración pesada las enjugase con un pañuelo blanco.

Luciendo el aplomo que confiere la certeza de un trabajo bien hecho, Vicente de la Fuente carraspeó y colocó el manuscrito en el rincón más apartado del estudio, allí donde nada pudiera perturbar el proceso de secado de la tinta. En esta vida, pensaba el bilbilitano, toda gran obra requería de tiempo y paciencia; o eso creía haber aprendido a lo largo de sus muchos años de continua formación, igualmente como alumno que como maestro.

Poco después de ingresar en el Colegio de Abogados de Madrid, en 1844, había sido nombrado profesor de ciencias eclesiásticas en San Isidro, y algún tiempo más tarde comenzó sus estudios en lenguas orientales, que le llevaron a instruirse en árabe y hebreo. Por otro lado, perteneció también a las Academias de la Historia y de Ciencias Morales y Políticas, siendo finalmente designado como bibliotecario de esta última.

A cargo de una biblioteca le llegaría también su siguiente nombramiento de relevancia, entrando como bibliotecario mayor interino de la Universidad de Madrid, sin percibir salario alguno por sus servicios. Además, cuando llegó la hora de trasladar la biblioteca de la Universidad Complutense a la Universidad Central de Madrid, Vicente de la Fuente fue comisionado para la tarea; una labor de tres meses de duración durante los cuales pasaron por sus manos más de veinte mil volúmenes dispuestos para ser distribuidos, clasificados y colocados en su nuevo espacio.

Tres años después de aquella odisea, contando el bilbilitano con tan solo treinta y cinco otoños, asumió una cátedra de Derecho Canónico en la Universidad de Salamanca, donde impartiría sus lecciones durante seis cursos más, al término de los cuales ingresó como profesor de Historia eclesiástica de nuevo en la Universidad de Madrid.

En los albores del año 1867 la Academia de la Historia, de la que llevaba ya años siendo miembro numerario, designó al bilbilitano como su representante en el Congreso Arqueológico de Amberes; y finalmente, como último y merecido gran honor, ya tras la restauración de Alfonso XII, fue nombrado rector de la Universidad Central de Madrid.

Además de todo esto, Vicente de la Fuente escribió en su trayectoria vital más de ochenta libros, incluyendo uno muy ilustre sobre las sociedades secretas de España, y otro sobre su Historia eclesiástica. Pero si hay uno que el bilbilitano redactó con más cariño, más dedicación, y más esmero que los demás, ese era aquel manuscrito que iba ya por su segundo tomo, que había adornado en la portada con la estilosa pluma gris, y cuyo título rezaba para la eternidad “Historia de la siempre augusta y fidelísima ciudad de Calatayud”.

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Vicente de la Fuente (I)

2/7/2015

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ImagenVicente de la Fuente
“Es un libro que honra a Calatayud. Porque muy pocas son las poblaciones españolas que puedan presentar una historia local tan completa y sensata.” – José María López Landa

Madrid, año 1881

El sonido de la pluma gris arañando el papel era lo único que se escuchaba en aquel meticuloso estudio. Las estanterías, la anchísima mesa, en incluso algunos palmos del suelo sufrían bajo el peso de centenares de libros y documentos, y sin embargo, en modo alguno se apreciaba allí la presencia del desorden. Todo ocupaba rígidamente el lugar que para sí tenía asignado, e igualmente, todo parecía obedecer una estricta ley universal que le impedía moverse de su sitio. Todo menos la pluma gris, que entre giros y apasionadas batidas ya casi había terminado de delinear el título de un nuevo trabajo.

El hombre que concienzudamente la empuñaba lucía una pajarita negra bien ceñida al cuello, respiraba con la pesadez que le infligían los sesenta y cuatro años que cargaba sobre los hombros caídos, y a cada rato, apretaba los ojos contra la floreciente tinta tratando de compensar ciertos problemas de visión.

Aquel hombre, además, era oriundo de Calatayud, hijo de José de la Fuente y de Felícitas Condón, pertenecientes a una familia de comerciantes. Su primera educación la recibió en los escolapios de Daroca y Zaragoza, aunque en estos segundos no llegó siquiera a permanecer un año entero. A los once años de edad, el bilbilitano ingresaría en el Seminario Conciliar de Tudela, donde a los doce recibiría su primera tonsura, y donde permanecería sin interrupción hasta los catorce estudiando Filosofía, consiguiendo el título de Bachiller.

Entonces el joven, que a todo esto tenía por nombre Vicente de la Fuente, lucía el rostro comprimido y redondo y el pelo negro ondulado sobre la frente, se trasladó a la prestigiosa Universidad de Alcalá de Henares con la intención de cursar estudios en Teología. No tuvieron que pasar más de tres años para que, de nuevo, el bilbilitano fuese honrado como Bachiller también en esta disciplina.

Fue en aquel momento cuando por primera vez Vicente de la Fuente encaminó sus pasos a la ciudad de Madrid, desconocedor todavía de la importancia que esta urbe habría de tener en su futura vida. El motivo de su traslado no fue otro que su deseo de estudiar ambos Derechos, igual Cánones que Leyes, en la Universidad de Madrid; y así lo hizo con gran aprovechamiento, acabando además por doctorarse en Teología en la misma institución. Así, sus méritos le llevaron a ingresar a la temprana edad de veintisiete años en el Colegio de Abogados.

Y sin embargo, pese a haberle propiciado tan cruciales vivencias, no era la villa del Manzanares la que en aquellas particulares circunstancias ocupaba la robusta mente del hombre que, casi con violencia, blandía orgulloso la pluma gris. Para aquel entonces ya casi había terminado de perfilar las letras que pomposamente orquestarían el título de aquella obra, que de otro modo, ya era la segunda de su estirpe.

“Historia de la siempre augusta y fidelísima ciudad de Calatayud”. Así era como aquel ejemplar habría de ver la luz de una vez por todas. Y así era, también, como aquel bilbilitano habría de hacer de su ciudad Historia.

[Continuará] 


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    Serie de artículos novelados sobre la vida de diversos personajes nacidos o ligados a Calatayud y su participación en el curso de la Historia. 

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