Real Alcázar de Madrid, año 1734 El horizonte se teñía de rojo, y el cielo de gris. Las llamas arañaban con furia hasta los mismos cimientos de la soberbia edificación, mientras el humo encubría el crimen para que nadie pudiera verlo. El calor era insoportable, el viento soplaba irrefrenable, arrastrando consigo pavesas al rojo que quemaban la piel, y la ceniza se incrustaba en los ojos y hacía llorar a los pocos hombres que aguantaban en pie frente a la fachada. Uno de aquellos aguerridos caballeros, que se resistían a poner tierra de por medio con lo que ya no tenía posible salvación, lucía el cabello joven y castaño, los pómulos poco firmes y la nariz angulosa, vestía de rojo, y respondía al nombre de José de Nebra. Aquel hombre, que entonces contemplaba el vaivén de las lenguas de fuego como si fuera presa de un hechizo, tenía su origen en Calatayud; ciudad que lo había visto nacer poco más de treinta y dos años atrás, y en la que había vivido hasta cumplir los nueve, cuando a su padre lo nombraron organista de la catedral del Cuenca y se llevó a toda su familia con él. Desde muy pequeño José había sido educado, junto al resto de sus hermanos, en una exigente disciplina musical; materia a la que su progenitor, José Antonio Nebra Mezquita, había consagrado su vida. Así, tras su repentino traslado, el niño fue rápidamente a ingresar en el colegio conquense de San José, cuya enseñanza se inclinaba en gran medida hacia las artes, y donde el padre del muchacho impartía lecciones a los infantes del coro. Sin embargo, el talento de José de Nebra pronto sobresalió por encima de lo esperado, y deslumbró a todos en la calmada ciudad manchega; de modo que no tuvo que pasar demasiado tiempo hasta que sus maestros decidieran, de acuerdo con su padre, que aquel niño debía ser enviado cuanto antes a estudiar a Madrid. Así las cosas, a sus diecisiete años, el joven bilbilitano ya había recibido el cargo de organista del convento de las Descalzas Reales, institución en la que coincidiría con el ilustre compositor José de Torres, que sorprendido por la gracia de aquel muchacho no tardó en ofrecerse para participar en su prometedora instrucción. Poco a poco, la impronta musical de José de Nebra en la ciudad se fue expandiendo, y a la altura de 1723 ya ejercía como músico de cámara de los Duques de Osuna, y había presentado en el Corral del Príncipe la melodía para el auto sacramental de Calderón “La vida es sueño”. Solo un año más tarde, sería también proclamado segundo organista de la Capilla Real. Era cierto que aquel sacro recinto, ubicado en el centro del Real Alcázar, justo entre los patios del Rey y de la Reina, había conocido tiempos de mayor gloria, allá cuando Felipe II lo honrara cada mañana con sus oraciones, antes de trasladarse al monasterio de San Lorenzo del Escorial. Aun así, la Capilla Real nunca había llegado a perder aquel aire místico y poderoso que sin duda había cobrado en los gloriosos años del mejor Imperio. Y sin embargo, ahora, se consumía poco a poco entre las lenguas de fuego sin que nadie pudiera hacer nada por evitarlo. Todos aquellos hombres que aguantaba en pie frente a la enorme pira tenían un motivo para estar allí. Algunos eran clérigos, y se llevaban las manos a la cabeza pensando en el mal augurio divino que aquella imagen por fuerza presagiaba. Estos apenas podían apartar los ojos. Otros, en cambio, se hacían cruces imaginando el perjuicio económico de la catástrofe, o a quién se haría pagar como responsable. A estos se les reconocía fácilmente, pues a cada rato inhalaban el olor de la madera quemada. Solo uno de todos ellos era consciente de que ni la visión, ni el olor de aquel incendio eran lo más importante. José de Nebra, con lágrimas en los ojos, apretaba el oído contra el viento abrasador, tratando de distinguir entre el estrépito una última nota perdida. Solo él se acordaba entonces de que en la Capilla Real se guardaban las partituras de la mayor colección de música sacra que jamás el mundo hubiera conocido. [Continuará]
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