“El concepto es un acto del entendimiento que expresa la correspondencia que se halla entre los objetos.” – Baltasar Gracián Colegio de Tarazona, año 1658 Aquella mano huesuda no dejaba de temblar. Los mismos dedos que, no hacía tanto tiempo, habían empuñado la pluma hasta componer algunas de las piezas más relevantes de su tiempo, se estremecían ahora bajo los tormentos de la enfermedad. Las desdichas, las penurias y los sinsabores le habían conducido a ella, y ya poco esperaba el hombre de lo que le quedara de vida. Lejanos parecían ahora los tiempos felices en Huesca, en Tarragona o en Zaragoza… pero recapitulemos. Una vez superada la agridulce experiencia capitalina, el destino quiso que Baltasar Gracián fuese destinado para auxiliar espiritualmente a los soldados de la Sublevación de Cataluña. Aquello sucedería en Tarragona, de cuyo Colegio fue el bilbilitano vicerrector durante dos buenos años, que sin embargo, concluyeron de forma brusca al enfermar gravemente. Rápidamente fue enviado a Valencia para recuperarse. Allí pasó largos meses en el hospital, un lugar desapacible pero en cuya biblioteca encontró su mejor refugio; e inspirado por los textos que esta le ofreció, comenzó a escribir su siguiente obra: “El Discreto”. Sin embargo, no sería hasta su vuelta a Huesca cuando el trabajo viese la luz. En esta ciudad, sin duda una de sus predilectas, puedo encontrar el espíritu necesario para seguir adelante con su carrera literaria. Fueron años fecundos y provechosos, que dieron como fruto piezas del calibre de “Oráculo manual y arte de prudencia” o “Agudeza y arte de ingenio”. Después, su cíclico camino habría de llevarle de nuevo desde la localidad oscense a Zaragoza. Allí había sido destinado como Maestro de Escritura; pero si algo debe destacarse de esta segunda aparición a orillas del Ebro, es la publicación de su obra maestra: “El Criticón”, una alegoría de la vida humana al mejor nivel de la literatura española. No obstante, como tantas veces ha sucedido, su éxito supuso también el primer paso para su desgracia, merced a la envidia de sus muchos detractores. “El Criticón”, como tantos otros de sus libros, había sido publicado sin el explícito permiso preceptivo de la Compañía de Jesús; pero esta vez, dada su enorme repercusión, no tardaron en aparecer quienes denunciaron al bilbilitano ante las instancias rectoras de los jesuitas por su mal proceder. La sangre no llegó al río, y más es más, en vez de amedrentarse, Baltasar Gracián publicó poco después una segunda parte de nuevo sin el consiguiente permiso. En esta ocasión, fueron aquellos jesuitas valencianos con los que tiempo atrás el bilbilitano se había enemistado quienes se sintieron ofendidos por uno de sus pasajes, y quienes también denunciaron al autor por la improcedencia del contenido del libro. Cerca estuvo Baltasar Gracián de ser castigado, pero entonces se dio prisa en publicar un nuevo texto titulado “El Comulgatorio”, acerca de la preparación de la Eucaristía, que contó con el completo beneplácito de la Compañía y que, por el momento, consiguió templar los ánimos en su entorno. Hasta que llegó la tercera parte. El postrero capítulo de “El Criticón” fue el que acabó por empujar definitivamente a su autor al pozo de las catástrofes. Corría el año 1567, y el catalán Jacinto Piquer era el nuevo provincial de Aragón. Desde su puesto, no tardó en recriminar públicamente a Baltasar Gracián por la publicación de la obra, y como penitencia, le impuso un ayuno a pan y agua, que complementó con una completa privación de tinta, pluma o papel y con la retirada de su Cátedra de Escritura en el Colegio Jesuita de Zaragoza. Entonces el bilbilitano fue trasladado al pueblo de Graus. Allí trató de ingresar en otra orden religiosa, pero su petición le fue denegada. Algo más tarde fue enviado a Tarazona, encargado de trabajos de poca monta en el Colegio, y con una leve atenuación en su pena. Pero para Baltasar Gracián ya era tarde: las desdichas, las penurias y los sinsabores le habían hecho caer enfermo; su pensamiento, siempre pesimista, había renegado de la vida; y además, aquella dichosa mano no le dejaba de temblar.
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“¡Qué singular te deseo! Emprendo formar con un libro enano un varón gigante y, con breves períodos, inmortales hechos. Sacar un varón máximo; esto es milagro en perfección.” – Baltasar Gracián Casa-museo de Lastanosa, Huesca, año 1636 Vincencio Juan de Lastanosa era sin duda un hombre excepcional. Noble y pudiente, y afincado en el Coso Alto de su Huesca natal, fue erudito y coleccionista, organizador de tertulias científicas, señor de Figueruelas, gentilhombre de la casa del Rey Carlos II, regidor del hospital, lugarteniente de justicia y capitán de las tropas de Huesca, entre otras muchas ocupaciones. Por otro lado, tras sus malas experiencias en la costa Mediterránea, Baltasar Gracián había llegado a Huesca, destinado como confesor y predicador. Sin embargo, al margen de sus tareas asignadas, para aquel entonces había despertado ya en el fuero interno del nacido en Belmonte del río Perejiles, a pocos kilómetros de Calatayud, el espíritu literario. En los últimos meses, había dedicado mucho de su tiempo libre a la redacción de un manuscrito al que pensaba titular “El Héroe”, mas todavía no había encontrado a un mecenas que le permitiese publicarlo con ciertas garantías. Entonces fue cuando los caminos de Vincencio Juan de Lastanosa y Baltasar Gracián se unieron por primera vez. Una vez en la localidad oscense, el jesuita no había tardado en acudir a la casa-museo de Lastanosa, atraído por su fama de enclave cultural.Allí había conocido a personalidades como el poeta Manuel de Salinas o el historiador Juan Francisco Andrés de Uztarroz, había disfrutado de la extraordinaria biblioteca, y había participado en muchas de las tertulias que se organizaban. Llegado el día, el bilbilitano le presentó su obra al dueño de la casa. Vincencio Juan de Lastanosa la leyó durante un tiempo, y finalmente, fascinado por el talento de Baltasar, decidió hacerse su mecenas y ayudarle a publicar aquel texto. La relación entre estos dos hombres fue buena y provechosa durante años, y solo se vio interrumpida cuando al jesuita lo trasladaron a Zaragoza, y muy poco después, a Madrid. Baltasar Gracián había entrado al servicio de Francisco María Carrafa, el virrey de Aragón y duque de Nochera, como su confesor personal; y este, tras una breve estancia en la ciudad del Ebro, tuvo que trasladarse a la corte, llevándose allí al bilbilitano con él. Esta circunstancia fue recibida con notable alegría por el jesuita, quien tras su exitosa primera publicación, ya se imaginaba triunfando y haciéndose un merecido hueco entre el panorama literario de la capital, donde al poco tiempo de llegar comenzó a ejercer también como predicador. No obstante, sus aspiraciones se vieron rápidamente truncadas. Al parecer, sus ínfulas no cayeron bien en el ambiente capitalino, fue excluido de muchos círculos y desplantado por diversas personalidades, y no halló quien le ayudara a prosperar entre las letras madrileñas. El desengaño debió de ser grande, pero Baltasar Gracián era un hombre perseverante y determinado. Siguió trabajando, y tan solo un año después de llegar, publicó en Madrid su segunda obra, “El Político”. Después de aquello, y mientras seguía ejerciendo como religioso, decidió dar a su actividad literaria un pequeño giro, y se puso a componer el que, dos años más tarde, habría de publicarse como su primer tratado teórico sobre estética literaria barroca: “Arte de ingenio, tratado de la agudeza”. No mucho después, su agridulce estancia en la corte terminó. Había sido destinado a Tarragona. [Continuará] |
Bilbilitanos en la HistoriaSerie de artículos novelados sobre la vida de diversos personajes nacidos o ligados a Calatayud y su participación en el curso de la Historia. Fechas
Septiembre 2015
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