“Yo estaba tan traspasada de pesar, que no podía hablar del corrimiento que aquellos señores me hacían; y el triste de mi hijo dezia "decid a mi señora doña Theresa que no me haga echar, que agora saldrá mi ánima para el cielo.” – Leonor López de Córdoba
Córdoba, en una notaría, alrededor del año 1413
Muerto el Rey, y a pesar de la esperanza que la noticia de su fallecimiento había hecho brotar en el corazón de Leonor, las cosas no habían mejorado mucho para ella ni para su familia. La mujer y su marido continuaron pasando relativas penurias junto al Guadalquivir, y a los pocos meses de haber enterrado al monarca, su hijo primogénito, aquel al que habían concebido entre barrotes y al que habían bautizado como Juan Fernández de Hinestrosa, enfermó gravemente de peste y acabó falleciendo al abrigo de una noche. Mientras tanto, en el trono se sentaba Catalina de Lancáster, la viuda del difunto Rey, pues su heredero natural, el que sería Juan II de Castilla, era todavía menor de edad. En la figura de esta mujer de accesible carácter atisbó entonces Leonor un camino para recuperar la que aún consideraba como su legítima posición, de modo que sin más miramientos inició los pasos para un progresivo acercamiento a la regente. En aquella ocasión sus esfuerzos no fueron en balde, y tras sucesivos encuentros y audiencias, Catalina de Lancáster comenzó a empatizar con la bilbilitana, y a depositar cada vez más en ella las gracias de su confianza. Tanto fue así, que acabó por nombrarla su camarera mayor, y algún tiempo más tarde, su propia valida. Su impronta y su influencia se situaron entonces en la cima del Reino, sus opiniones por encima de las de grandes nobles y prelados, su fortuna se engrosó como nunca antes, y sus enemigos, como suele suceder siempre en estos casos, se multiplicaron de un día para el siguiente. Uno de estos detractores que súbitamente brotaron de entre la principalía fue el entonces infante Fernando de Antequera, más tarde Fernando I de Aragón, quien no tardó en percibir como una amenaza el excesivo poder que Leonor había amasado. No obstante, la oposición más contundente habría de llegarle de otra mujer a la que otrora había tenido por amiga, llamada Inés de Torres, y que ahora se mostraba celosa y envidiaba la posición que Leonor había alcanzado. Así pues, Inés de Torres comenzó a intrigar en contra de la bilbilitana, a socavar la voluntad de la Reina apuntando hacia sus propios intereses, sin cejar en sus calumnias hasta que en el curso del año 1412 consiguió usurpar su posición y hacer que a Leonor le retiraran todos sus cargos, y la desterrasen a Córdoba bajo pena de hoguera en caso de acercarse a la corte. De este modo, sus tiempos de honor y gloria habían vuelto a terminar con brusquedad, y esta vez lo harían para siempre. Sin embargo, antes de acabar por sucumbir a la oscuridad, antes de quedar viuda y arrinconada, Leonor López de Córdoba acudió junto a su marido a un notario de la ciudad de San Acisclo. Allí, sentada sobre un butacón quejicoso, tomó entre sus dedos una pluma de ganso de esas que solían gastar los hombres de posibles, la sumergió con decisión en un frasco de tinta negra, y blandiendo con garbo la muñeca comenzó a escribir: “Sepan cuantos esta escriptura vieren…”. A aquella tradicional fórmula le siguieron trazo a trazo las nueve páginas de un relato que por mucho tiempo se guardó hasta perderse en el convento de San Pablo, que luego se encontró copiado en la Biblioteca Colombina de Sevilla, y que con sus enrevesadas líneas habría de colocar en la Historia a la bilbilitana que firmaba.
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Bilbilitanos en la HistoriaSerie de artículos novelados sobre la vida de diversos personajes nacidos o ligados a Calatayud y su participación en el curso de la Historia. Fechas
Septiembre 2015
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