“La locura, a veces, no es otra cosa que la razón presentada bajo diferente forma.” – Goethe
Hospital de Nuestra Señora de Gracia, Zaragoza, año 1653
El ambiente era oscuro, el olor, rancio y penetrante, los espacios eran estrechos y las ventanas casi inexistentes; tan solo un par de ofuscadas aberturas en la piedra, cubiertas por celosías, conectaban aquel inframundo con el exterior. Los de dentro no debían escapar, y los de fuera no querían conocer lo que en las entrañas de aquel vetusto edificio se ocultaba. En la angosta cámara, un nutrido grupo de espectros sin rostro se afanaba en arrancar la acostumbrada mugre de las paredes desnudas. Contaban para ello con poco más que un cepillo y un cubo de agua a compartir entre todos; y desde la puerta, el celador les escupía, les insultaba, y les recordaba que el que no trabajara bien, aquel día tampoco comería. No bromeaba, y los internos sabían que si la limpieza no quedaba a su gusto, muchos morirían de hambre en pocas jornadas. Por eso, los más no dejaban ni un segundo de arañar toscamente las juntas podridas de la construcción. Sin embargo, uno de los enfermos parecía comportarse de un modo completamente distinto al resto. Este sujetaba el cepillo con gracia entre los dedos índice y pulgar, estudiaba detenidamente el sector de muro que tenía asignado, se mesaba la barbilla, giraba con cuidado la muñeca, y al fin, acariciaba la polvorienta superficie como si estuviera dando un esmerado trazo sobre un lienzo. Aquel hombre se llamaba Jusepe Leonardo, Chabacier de apellido, y había nacido en Calatayud cincuenta y dos años atrás, el mismo año en que lo había hecho Baltasar Gracián. Allí pasó su infancia respondiendo al nombre de José, como siempre firmaría sus futuras obras, hasta que tras la prematura muerte de su madre fue enviado a Madrid como pupilo del pintor Pedro de las Cuevas, que lo acogió en su casa. De la mano de este maestro de la escuela madrileña aprendió el bilbilitano casi todo lo que luego plasmaría en sus propios cuadros, y con él convivió largos años hasta que su matrimonio con María de Cuéllar, celebrado en la Iglesia de San Sebastián, le forzó a estrenar residencia propia. Su reciente esposa, seis años mayor que él, era también viuda de pintor, concretamente de Francisco del Moral, y fue gracias a sus contactos como Jusepe Leonardo pudo recibir instrucción del maestro manierista Eugenio Cajés, cuya influencia sería también notable en sus trabajos por venir. Ahora, desde su reclusión en el hospital de Nuestra Señora de Gracia, al que casi todos conocían como “Casa de Locos”, aquellos recuerdos al bilbilitano se le hacían confusos y lejanos, y cada vez más se difuminaban en su mente como la pintura sobre demasiada agua. El retablo que justo en aquel momento creía pintar no le estaba quedando como él quería, y la tristeza que aquella macabra frustración le provocaba no le dejaba sentir ni el rugido de su estómago vacío. Llevaba ya mucho tiempo trabajando en aquella postrera obra, y sabía que no podía decepcionar. - ¡Majadero! – gritó el celador echando espuma por la boca - ¡Trabaja de una vez, o vive Dios que te queda poco para la tumba! [Continuará]
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Bilbilitanos en la HistoriaSerie de artículos novelados sobre la vida de diversos personajes nacidos o ligados a Calatayud y su participación en el curso de la Historia. Fechas
Septiembre 2015
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