RICARDO RAMOS RODRÍGUEZ
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Baltasar Gracián (y III)

9/8/2015

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ImagenBaltasar Gracián
“El concepto es un acto del entendimiento que expresa la correspondencia que se halla entre los objetos.”  – Baltasar Gracián

Colegio de Tarazona, año 1658

Aquella mano huesuda no dejaba de temblar. Los mismos dedos que, no hacía tanto tiempo, habían empuñado la pluma hasta componer algunas de las piezas más relevantes de su tiempo, se estremecían ahora bajo los tormentos de la enfermedad. Las desdichas, las penurias y los sinsabores le habían conducido a ella, y ya poco esperaba el hombre de lo que le quedara de vida.

Lejanos parecían ahora los tiempos felices en Huesca, en Tarragona o en Zaragoza… pero recapitulemos. Una vez superada la agridulce experiencia capitalina, el destino quiso que Baltasar Gracián fuese destinado para auxiliar espiritualmente a los soldados de la Sublevación de Cataluña. Aquello sucedería en Tarragona, de cuyo Colegio fue el bilbilitano vicerrector durante dos buenos años, que sin embargo, concluyeron de forma brusca al enfermar gravemente.

Rápidamente fue enviado a Valencia para recuperarse. Allí pasó largos meses en el hospital, un lugar desapacible pero en cuya biblioteca encontró su mejor refugio; e inspirado por los textos que esta le ofreció, comenzó a escribir su siguiente obra: “El Discreto”. Sin embargo, no sería hasta su vuelta a Huesca cuando el trabajo viese la luz.

En esta ciudad, sin duda una de sus predilectas, puedo encontrar el espíritu necesario para seguir adelante con su carrera literaria. Fueron años fecundos y provechosos, que dieron como fruto piezas del calibre de “Oráculo manual y arte de prudencia” o “Agudeza y arte de ingenio”. Después, su cíclico camino habría de llevarle de nuevo desde la localidad oscense a Zaragoza.

Allí había sido destinado como Maestro de Escritura; pero si algo debe destacarse de esta segunda aparición a orillas del Ebro, es la publicación de su obra maestra: “El Criticón”, una alegoría de la vida humana al mejor nivel de la literatura española. No obstante, como tantas veces ha sucedido, su éxito supuso también el primer paso para su desgracia, merced a la envidia de sus muchos detractores.

“El Criticón”, como tantos otros de sus libros, había sido publicado sin el explícito permiso preceptivo de la Compañía de Jesús; pero esta vez, dada su enorme repercusión, no tardaron en aparecer quienes denunciaron al bilbilitano ante las instancias rectoras de los jesuitas por su mal proceder. La sangre no llegó al río, y más es más, en vez de amedrentarse, Baltasar Gracián publicó poco después una segunda parte de nuevo sin el consiguiente permiso.

En esta ocasión, fueron aquellos jesuitas valencianos con los que tiempo atrás el bilbilitano se había enemistado quienes se sintieron ofendidos por uno de sus pasajes, y quienes también denunciaron al autor por la improcedencia del contenido del libro. Cerca estuvo Baltasar Gracián de ser castigado, pero entonces se dio prisa en publicar un nuevo texto titulado “El Comulgatorio”, acerca de la preparación de la Eucaristía, que contó con el completo beneplácito de la Compañía y que, por el momento, consiguió templar los ánimos en su entorno.

Hasta que llegó la tercera parte. El postrero capítulo de “El Criticón” fue el que acabó por empujar definitivamente a su autor al pozo de las catástrofes. Corría el año 1567, y el catalán Jacinto Piquer era el nuevo provincial de Aragón. Desde su puesto, no tardó en recriminar públicamente a Baltasar Gracián por la publicación de la obra, y como penitencia, le impuso un ayuno a pan y agua, que complementó con una completa privación de tinta, pluma o papel y con la retirada de su Cátedra de Escritura en el Colegio Jesuita de Zaragoza.

Entonces el bilbilitano fue trasladado al pueblo de Graus. Allí trató de ingresar en otra orden religiosa, pero su petición le fue denegada. Algo más tarde fue enviado a Tarazona, encargado de trabajos de poca monta en el Colegio, y con una leve atenuación en su pena. Pero para Baltasar Gracián ya era tarde: las desdichas, las penurias y los sinsabores le habían hecho caer enfermo; su pensamiento, siempre pesimista, había renegado de la vida; y además, aquella dichosa mano no le dejaba de temblar.

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