“Jamás he visto encarnizamiento igual al que muestran nuestros enemigos en la defensa de esta plaza. Las mujeres se dejan matar delante de la brecha. Es preciso organizar un asalto por cada casa. El sitio de Zaragoza no se parece en nada a nuestras anteriores guerras. Es una guerra que horroriza.” – Mariscal Jean Lannes
Calle de las Armas, número 77, Zaragoza, 19 de febrero del año 1809
Ya no quedan carne fresca ni legumbres. Con las cuatro raspas de bacalao que restan y con el trigo molido no podremos alimentar por mucho más a los hombres; a los pocos que aún respiran, sería mejor que dijera, pues rebosan ya los cadáveres sobre la tierra, y el tifus empieza a cobrarse ya más vidas que las balas. ¡Vive Dios! Si al mismo José de Palafox ha alcanzado ya la enfermedad, que parece que la hayan inventado esos franceses con sus malas artes. Quién habría de decirme a mí que acabarían así las cosas, después de los lances de Villafeliche, y de Plasencia, y de Fontellas, y de Alfaro… No serían aquellos bastardos con la boca llena de arena. ¡Comandante de batallón de guardias valonas…! ¡Cuartel‑Maestre General del Ejército de Aragón…! Qué ridículos suenan ahora aquellos honores, ¿verdad amigo?, cuando no huelo más que a carne podrida; y de poco creo que le sirvan a mi alma cuando haya de tocar a las puertas de San Pedro. No es bueno decirlo en alto, pues aún hay quien guarda la esperanza, y líbreme a mí el Señor de ser quien con sus palabras la quiebre, pero el fin se acerca; y no digo el mío, que ese ya está sentenciado, sino el de esta Zaragoza. Y Lannes lo sabe, y hoy los gritos de esos perros se escuchan más crueles que nunca. ¿No lo sientes en el viento? Se han dado cuenta de que ya la presa es suya. Tal vez lo fuese desde Tudela… Mal día fue aquel, amigo, te lo digo yo que estuve allí; y si uno hubiese mirado entonces a su alrededor con ojos sabios, que no digo que lo sean los míos, que de facto no lo hicieron, ya podría haber anticipado lo que hoy nos sobreviene. Y si algo me duele ahora te digo que no son estas heridas, que el dolor de lo físico a nadie puede preocuparle más allá de su terrena condición, sino las vidas de los muchos que me siguieron en la salida del Arrabal, y en la resistencia del ataque general francés, pero sobretodo en el convento de Trinitarios de Campo del Sepulcro, que aquella carnicería no fue plato de buen gusto, si bien del otro lado no quedaron tampoco mejor parados… ¡Maldita sea si no hace más que veinte días de todo aquello! ¿Qué será ahora de sus almas? Al menos, si hay justicia, y si no se secan de esta vez todas las lenguas que puedan narrar su hazaña, su sacrificio habrá de ser por siempre recordado aunque fuese yermo y sin beneficio. ¿Sabes? En realidad yo solo cumplía órdenes. Lo hice hasta el último momento. José de Palafox me dijo, hazte cargo de la defensa del Arrabal, y qué iba a hacer yo si no que obedecerle y dar mi postrero aliento por batallar cada palmo. ¿No es acaso lo que merecen las memorias de todos los hombres, de todas las mujeres, de todos los niños que han dado su vida por esta ciudad? Mas esta vez no me ha querido acompañar la fortuna, y no me quejo, pues de esa suerte creo yo que ya no queda para los nacidos al Sur de los Pirineos. En fin, que como ya he dicho antes, que sean heredados mis bienes por mis buenos hijos, Bernardo, Manuel y María Pilar, que a mí bajo tierra de bien poco me habrían de valer. - Así sea.
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