“Sólo llevas estrechamente abrazada a tu corazón ardiente tu dulce Aragonia, y la hermosa Cintia.” – Antonio Serón Puerto de Argel, 23 de octubre del año 1541 […] Con las rodillas todavía temblando y la boca impregnada por el sabor del salitre, Antonio Serón dedicó una timorata mirada a su alrededor, y el panorama que sus ojos encontraron se alzó entonces angustioso y desolador: los hombres que habían conseguido desembarcar corrían huyendo de las balas otomanas, las galeras que se habían mantenido a flote zarpaban a la desesperada, y cubriendo el suelo yacían por docenas los cadáveres cristianos. Aquella batalla, que acabaría conociéndose como “La Jornada de Argel”, había acabado de forma desastrosa. A todo esto, aquel hombre de tez oscura seguía sosteniendo pertinazmente su arcabuz, y poco después de sus labios se escapó un grito en una lengua que Antonio Serón no entendía, pero que a todas luces sonaba a amenaza. En cualquier caso, poco importaba el mensaje, pues antes de que el joven tuviese tiempo de idear una respuesta, algo le golpeó en la nuca y perdió el conocimiento. Cuando despertó apenas se sentía capaz de enfocar la vista, y un agudo dolor le hacía palpitar la parte posterior del cráneo; pero aun así, no tardó en ser consciente de que sendas cadenas le aprisionaban manos y pies, y de que su cuerpo se agitaba al son de un barco en mitad del mar. No era el único español, ni mucho menos, en su misma situación, y no hubo de pasar mucho tiempo hasta que un muchacho tuerto que se retorcía postrado sobre la cubierta le dijera a Antonio Serón que los estaban llevando a Constantinopla. Tras el desembarco los acontecimientos se sucedieron a gran velocidad, y el aún reciente golpe en la cabeza hacía que el joven lo perdiese todo entre la niebla, de modo que apenas fue consciente de los pasos que lo llevaron a verse aupado a una plataforma, en el centro de una plaza repleta de turcos rasgándose las gargantas; ni tampoco de cómo después, sin apenas haber podido respirar el aroma del ayran, había sido vendido como esclavo doméstico a un alto cargo de la ciudad. Así pues, en la mansión de este se vio abocado a servir durante largos meses, fregando de rodillas hasta el último rincón, cargando mercancías escaleras arriba y recibiendo cada no demasiado las ácidas caricias del látigo de mano; y cuando pensaba que ya nada podría rescatarlo de aquella fatídica rutina, y que acabaría sus días privado de toda libertad, una de las esposas de su amo, que ya alguna vez le había acariciado las espaldas, apareció en su alcoba y le llevó en secreta oscuridad hasta su cama. A aquel furtivo encuentro le siguieron otros muchos, siempre en silencio y siempre lejos de los ojos del señor de la casa, que de haberse enterado no hubiese dudado en colgar a ambos de la misma rama. Así siguieron las cosas para Antonio Serón, entre besos y miseria, hasta que una noche veraniega la misteriosa mujer, en vez de guiarle hasta su lecho, le acompañó a hurtadillas al puerto y le pagó el pasaje en una galera veneciana con rumbo a España. [Continuará]
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Septiembre 2015
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