“Pero tú no sentirás su favor, antes de que llegues a las regiones patrias, a la alta Bílbilis, y ella no se mostrará benigna, ni se te entregará fácilmente antes de que dejes los techos íntegros a los poetas, y vayas, peregrino a las riberas del Segre.” – Antonio Serón Puerto de Argel, 23 de octubre del año 1541 A bordo de su galera, Antonio Serón trataba desesperadamente de aferrarse a algo que le permitiese resistir la fuerza de un viento que, implacable, trataba entonces de empujarlo hacia el mar. Las olas chocaban con furia contra el casco, y zarandeaban a placer la liviana embarcación que a duras penas se mantenía a flote entre múltiples vías de agua. Aquel joven moreno había nacido en Calatayud veintinueve años atrás como hijo de un representante de la ciudad, y allí había cursado sus estudios gramaticales de la mano de Juan Franco y de la Academia de Humanidades de la Iglesia del Salvador. Cumplida cierta edad, sin embargo, su padre lo había mandado contra su voluntad a Valencia a aprender latín en el Estudio General, donde enseñaba el ilustre Jaume Falcó. A orillas del Turia, Antonio Serón acabaría por hacerse amigo de algunos poetas locales, como Juan Ángel González, despertando así en él la vena literaria; pero antes de que pudiera haber concluido sus estudios superiores fue a llegarle la noticia del fallecimiento de su padre. Así pues, el varón abandonó Valencia de inmediato y encaminó sus pasos hacia su patria natal. De vuelta en Calatayud, una dramática sorpresa lo recibió sin siquiera darle tiempo a presentar sus respetos: el que había sido fideicomisario y buen amigo de su progenitor se había arrogado para sí mismo todos los bienes de la herencia, dejándolo a él en la más absoluta de las ruinas. Así las cosas, llegó a oídos del desventurado Antonio Serón que Carlos V estaba en Mallorca reclutando hombres para un ejército que habría de partir a no mucho tardar hacia Argel. Aquella plaza se encontraba entonces bajo el poder del almirante Barbarroja, y servía como base para piratas y corsarios otomanos que con sus escaramuzas hostigaban las poblaciones de la costa española. Por este motivo, el emperador había decidido tomar la ciudad; y sin muchas más opciones en la vida, Antonio Serón estaba listo para unirse a su causa. Finalmente, la flota partió de Palma el día 18 de octubre con muchas opiniones en su contra: desde la del Papa, que abogaba por concentrar los esfuerzos militares tierra adentro, donde los turcos acababan de tomar Budapest, hasta la de Andrea Doria, que temía que la cercanía del invierno pudiese arruinar la operación. Pese a todo, la expedición liderada por el propio Carlos V se hizo a la mar y navegó con cautela hasta el Cabo Caxina, donde fue a reunirse con los barcos que venían de Málaga a cargo del Duque de Alba, y en los que viajaba entre otros caballeros el mismo Hernán Cortés. En total, sesenta y cinco galeras, trescientas naves de guerra y transporte, doce mil hombres de mar y casi treinta mil soldados dispuestos para la batalla. Con todo preparado, la flota zarpó sin demora, pero según su rumbo la iba guiando hacia Argel las aguas comenzaron a embravecerse, los vientos a volverse hostiles y los ánimos de los hombres a amedrentarse por el violento despertar de la naturaleza. Ante el incipiente temporal, el momento del desembarco no pudo posponerse más, y las tropas de infantería, que habrían de asediar la ciudad por tierra, comenzaron a desplegarse sobre la costa a pocas leguas de su objetivo. Sin embargo, en mitad de la maniobra, la tormenta arreció, y el desembarco tuvo que ser suspendido sin que se hubiesen podido llevar a tierra ni víveres ni monturas. A todo esto, Antonio Serón seguía a bordo, pues su destino era participar en el asedio desde el mar, y así fue como su galera acabó por llegar a trompicones ante el puerto de Argel. Allí, el viento y el agua acabaron por convertirse en sus peores enemigos; los hombres comenzaron a caer por la borda y los cascos a quebrarse, hasta que de popa a proa resonó con estrépito la fatídica voz: el barco se hunde. Llegado este punto, Antonio Serón se arrancó la camisa, rezó mentalmente lo que le dio tiempo, y encaramándose al mascarón saltó con decisión al agua. La costa no estaba muy lejos, y pese a la bravura de la mar, él era buen nadador, y tenía la esperanza de poder llegar a tierra antes de ahogarse. Con todo su brío luchó contra el temporal y contra su propio miedo; se zafó de las olas que trataban de arrastrarlo a las profundidades; hasta que extenuado, y cumpliendo la más inverosímil de sus esperanzas, su cuerpo acabó encallando en la arena. Durante largo rato, Antonio Serón permaneció tendido sobre la playa con los ojos cerrados, tosiendo todo el agua que había tragado y recuperando el resuello tras el colosal esfuerzo. Finalmente, el joven levantó la cabeza para atisbar dónde se encontraba. Allí, en pie, justo frente a él, un hombre de tez oscura le apuntaba al rostro con un arcabuz. [Continuará]
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Bilbilitanos en la HistoriaSerie de artículos novelados sobre la vida de diversos personajes nacidos o ligados a Calatayud y su participación en el curso de la Historia. Fechas
Septiembre 2015
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